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Postales eclesiales

Publicado: 2020-01-17

Publicado primero en Noticias SER.

El pasado 7 de diciembre, mientras colectivos feministas realizaban la performance “Un violador en tu camino” en el Parque Kennedy, un grupo de católicos se reunieron alrededor del templo ubicado en dicho parque. Algunos representantes señalaron que se movilizaron en defensa del templo, y por ello rezaron el rosario y lanzaron arengas confesionales.

Nunca me quedó claro de qué o de quién se defendían. La movilización feminista fue pacífica. No fue convocada para atacar a nadie, sino para señalar un problema crítico en nuestra sociedad. En consecuencia, la reacción de este grupo de católicos resulta bastante fuera de lugar. Lo más preocupante es que esta “defensa” intenta poner en segundo plano la voz de miles de mujeres peruanas que demandan no más violencia contra ellas. Y al hacerlo, conscientemente o no, se ponen del lado de los victimarios.

Lamentablemente, este no es un lugar inusual para la iglesia católica. Ejemplos históricos hay, y muchos. Sin embargo, la iglesia en la que me formé tiene otros rostros. Ofrezco unas postales que nos hablan de otros católicos comprometidos con la dignidad humana.

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José Manuel Miranda, sacerdote, recibió hace unos días un reconocimiento de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (CNDDHH) por su larga trayectoria al frente de la Comisión de Derechos Humanos de Ica, institución que fundó cuando la ciudad del sur comenzó a recibir oleadas de desplazados que huían del conflicto en los vecinos departamentos de Ayacucho y Huancavelica. Junto a una vibrante comunidad de curas españoles, animaron la vida social y pastoral de comunidades enteras. Allí los conocí el año 1992, hablando de Cristo “entre el calor y entre los mosquitos” (Blades dixit), y acompañando a estas poblaciones pobres en sus luchas por la vivienda o el agua, en sus esfuerzos por organizarse solidariamente. Viviendo, para decirlo en pocas palabras, el misterio de la Encarnación en medio de la gente.

La lista de personas reconocidas por la CNDDHH a lo largo de los años permite hacerse una idea de esa iglesia que asumió la bandera de los derechos humanos. Por citar algunos: los obispos Albano Quinn (tan recordado en el Sur Andino), José María Izusquiza y Pedro Barreto (promotores de los derechos ambientales); el recordado Hubert Lanssiers, Gerald Veilleux y sus más de cuarenta años trabajando en Pucallpa, el fallecido Juan Julio Wicht, por su gesto de solidaridad con los rehenes del MRTA; las agentes pastorales carcelarias Madeleine Wartelle, Ellen Conway y Ana Marzolo, o el largo compromiso de la Madre Covadonga (también premiada este año) con las víctimas en Ayacucho.

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Hace unas semanas, el 13 de octubre para ser exacto, fui con la familia a una misa en la catedral de Lima. Se celebraba el 43° aniversario del Movimiento de Adolescentes y Niños Trabajadores Hijos de Obreros Cristianos, más conocido por sus siglas: MANTHOC. Impresiona la vigencia de esta comunidad que desde sus inicios tuvo claro que la formación en la fe iba de la mano con la conciencia sobre sus derechos y la legitimidad de sus aspiraciones por una vida digna. El arzobispo de Lima, que presidió la ceremonia, resaltó estos aspectos. Al final, se compartió un sencillo ágape en un patio lateral del templo. Mientras todo esto ocurría, no dejaba de pensar en cuán imposible hubiera sido esta celebración y estos mensajes apenas unos meses atrás, cuando las riendas de la iglesia limeña estaban en manos del peor oscurantismo. Por lo que pude ver, hay otros tiempos y, con ello, ventanas abiertas a mensajes que vienen desde la vida cotidiana de la gente sencilla.

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30 años han pasado desde aquel 16 de noviembre de 1989 en el que un comando militar ingresó a la Universidad Centroamericana, en El Salvador, y asesinó a seis jesuitas y dos mujeres que trabajaban con ellos. Los mataron porque eran incómodos al poder, porque sus proclamas desde la fe les llevaban a demandar, siguiendo el camino de monseñor Romero, respeto a los derechos de las personas, a exigir justicia frente a crímenes que quedaban impunes, y a buscar incesantemente alternativas de paz para una sociedad consumida por décadas de conflicto.

Quienes estábamos cercanos a la Compañía de Jesús en aquel tiempo vivimos muy cercanamente el impacto de este cruento acontecimiento, que marcó fuertemente a muchos jesuitas y laicos. En lo personal me impresionaron dos cosas. Primero, que los jesuitas amigos asumieran que hechos como este eran consecuencia de aquel compromiso que la Compañía de Jesús había hecho por la defensa de la fe y la promoción de la justicia (entendidas como dos dimensiones indesligables), a mediados de los años setenta. Y segundo, que muchos jesuitas de diversas partes del mundo, incluyendo peruanos, se ofrecieran inmediatamente para reemplazar a sus compañeros asesinados.

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Compartir estas postales en los días previos a la Navidad nos ayuda a entender que la fe cristiana no busca “defender” o “defenderse”, sino que sale a buscar y a acompañar a quien ve vulnerada su dignidad, amenazada su integridad, en riesgo sus derechos o su futuro. Hacerse uno con la vida de hermanos y hermanas más débiles. Como las personas que he mencionado en estas líneas. Acaso también como ese niño que nació pobre y desarraigado en el lejano Belén.

Twitter: @RivasJairo


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