Los lados oscuros de la Iglesia Católica
Mi opinión indignada sobre decisiones recientes de la jerarquía católica.
Independientemente de la simpatía que me despierta en forma individual algún Obispo de la Iglesia Católica (es la mía, para despejar cualquier duda), debo decir que desde hace tiempo espero muy poco de las decisiones que adopta la jerarquía eclesiástica en conjunto, más aún cuando trata asuntos relacionados con la moral y la sexualidad. En este campo, el cuerpo episcopal suele mostrar un lado más bien oscuro, pacato, conservador, cuando no tolerante de situaciones de discriminación, y para colmo de males, hasta encubridor de graves delitos.
Dos ejemplos recientes ejemplifican el punto. En primer lugar, el lamentable comunicado de la Conferencia Episcopal Peruana sobre el Currículo Nacional de Educación Básica, publicado el pasado 23 de enero (se puede consultar aquí). Bajo la excusa de defender la persona humana, la familia y la formación de niños, niñas y adolescentes, los obispos hacen eco de una campaña mentirosa e infame, impulsada internacionalmente por sectores radicalmente conservadores, que no dudan en levantar argumentos falaces con tal de detener una agenda que promueve la igualdad en la educación y la sociedad.
Lo peor de todo, el comunicado desliza que es el Ministerio de Educación – y no los gritones que agitan pancartas y escupen con violencia seudo argumentos - el responsable de generar “un clima de confusión entre los peruanos”. Uno puede esperar una palabra conservadora por parte del episcopado nacional, pero asociarse tan directamente a la mentira resulta demasiado. Inexplicable e intolerable.
El segundo ejemplo es la decisión del Vaticano – específicamente de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica - sobre Luis Fernando Figari (se puede leer aquí). Este documento encubre y otorga impunidad al mencionado delincuente. En la comunicación hecha pública hace unos días, el Vaticano reconoce que Figari es responsable de “un estilo de gobierno excesiva o impropiamente autoritario” y de haber empleado métodos “violentos e irrespetuosos del derecho a la inviolabilidad de la propia interioridad y discreción”. A ello le llaman “delito de abuso de oficio”.
Pero la cosa no queda allí. El documento reconoce que Figari ha cometido “actos contrarios al VI Mandamiento” (“no cometerás actos impuros”) contra personas mayores de 16 años, y en un caso comprobado con un menor de 16 años. Nótese el empleo de términos con los que se evita mencionar en forma directa hechos muy graves: los abusos sexuales cometidos por el pederasta Figari.
Uno esperaría que este claro reconocimiento de responsabilidades concluyera con una sanción proporcional a la magnitud de los hechos constatados. Pero es exactamente lo contrario. Una enrevesada disquisición jurídica (en términos del Derecho Canónico) sirve para llegar a un conjunto de disposiciones que solo pueden ser calificadas como encubrimiento e impunidad. Así, se dispone que Figari permanezca en Roma, aislado pero mantenido con un “estilo decoroso de vida” por el propio Sodalicio. En otras palabras, protegido de la acción de la justicia, sin dar las cara a las víctimas, sin siquiera una sanción simbólica por parte de la propia Iglesia.
Se podrá argumentar que, como en cualquier Estado, no todas las decisiones pasan por las manos del gobernante. Sin embargo, decisiones como esta echan por tierra la credibilidad del Papa y su supuesta política de “tolerancia cero” frente a los numerosos casos de abuso sexual, cometidos por todo el mundo por sacerdotes y obispos, y sistemáticamente encubiertos por la propia estructura eclesial.
Las frases bien armadas y los pedidos de perdón, adecuadamente difundidos a través de los medios, devienen en frases huecas y acciones sin contenido si no incluyen respuestas que restituyan efectivamente a las víctimas en su dignidad. Eso incluye que los criminales que integran la Iglesia sean denunciados y entregados a la justicia, sin contemplaciones de ningún tipo.
Mientras ello no se produzca, las palabras de la jerarquía católica, incluyendo las del propio Pontífice, carecerán de credibilidad pues sus acciones seguirán demostrando que optan por la oscuridad de la injusticia, la prepotencia y la impunidad. Nada más lejano del mensaje evangélico que – atrevidamente – siguen proclamando.
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