Las instituciones y la lucha contra la corrupción
Desde hace algunas semanas, los medios no cesan de informar y comentar sobre el escándalo de corrupción de la empresa brasileña Odebrecht. El interés noticioso se centra en identificar qué autoridades y funcionarios estuvieron involucrados. La situación parece complicarse con el anuncio de la colaboración con la justicia brasileña de los representantes de Camargo Correa, otra de las empresas que incurrió en las mismas malas prácticas.
Estas denuncias ocurren en un contexto en el que la población considera ya a la corrupción como el segundo problema nacional, después de la delincuencia (IX Encuesta sobre percepción de la corrupción elaborada por Proética el año 2015). Los nuevos hechos solo confirman algo que ya está en el sentido común. El problema asociado, según la encuesta aludida, es que las instituciones encargadas de investigar y sancionar a los corruptos (Poder Judicial, Policía Nacional, Congreso) están consideradas entre las más corruptas.
Sólo una respuesta consistente de las instituciones puede modificar esta imagen negativa y mostrar que la institucionalidad es capaz de enfrentar exitosamente a organizaciones criminales que obtienen enormes ganancias abriéndose paso en el Estado mediante sobornos. Sin embargo, no resulta clara aún la orientación del combate a las prácticas corruptas.
Las investigaciones judiciales no han surgido por iniciativa propia, sino “de rebote” ante lo avanzado en otros países. Las decisiones adoptadas en estas semanas no revelan aún una línea de decisión que golpee a los implicados y muestre a la población que podemos confiar en jueces y fiscales a cargo. Por otra parte, da la impresión que la investigación iniciada por el Congreso persigue más intereses políticos (acusar a otros grupos políticos, salvar las propias responsabilidades) antes que entrar a la discusión de temas de fondo (por ejemplo, cómo evitar que dinero ilícito financie las campañas electorales).
El gobierno no muestra un liderazgo fuerte en esta materia. La Comisión Presidencial de Integridad fue una medida acertada y las cien recomendaciones que contiene su informe constituyen una agenda a seguir. La facultad legislativa otorgada por el Congreso constituyó una oportunidad para marcar un derrotero claro. El resultado ha sido más bien confuso. Por un lado, hay normas muy importantes. Por ejemplo, impedir el ingreso de personas condenadas por corrupción al sector público, impedir contratos con proveedores igualmente condenados, incorporar una cláusula anticorrupción en los contratos con el Estado, disponer la publicación inmediata de las sentencias judiciales, o determinar un conjunto de medidas anticorrupción en el Sector Interior, que incluyen a la Policía Nacional del Perú.
En otros aspectos, sin embargo, las decisiones han dejado muchas dudas, como en lo que respecta a una Autoridad Autónoma de Transparencia disminuida y sin dientes para revertir o sancionar prácticas ajenas a la transparencia. Tampoco se ha definido la obligatoriedad de una Declaración Jurada de Intereses para altos funcionarios y sus asesores (tan necesaria después del “caso Moreno”), apenas se ha tocado la legislación sobre gestión de intereses, y no se han definido acciones anticorrupción en el Sector Defensa.
Se requiere mucho más de lo mostrado hasta ahora para convencernos que en el Perú la institucionalidad está en un combate frontal contra la corrupción. Por ello, le toca a la sociedad civil y a los medios mantenerse vigilantes frente a estas respuestas parciales y aún poco claras. Aunque a veces parezca que nos enfrentamos a situaciones que no se pueden cambiar, vale la pena recordar que hace no muchos años una enorme fuerza social, con su correlato institucional, fue capaz de impulsar el combate, la caída, el procesamiento y la sanción de una enorme estructura corrupta y criminal que había capturado el Estado peruano. Esa reserva ética existe y confío que sabrá movilizarse también en este tiempo ante los desafíos que los nuevos casos nos presentan.
Publicado también en Noticias SER.
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